El 22 de marzo de 1983 un grupo de la Ronda Campesina capturaba y asesinaba a
un comandante senderista en la plaza de Lucanamarca, un poblado pequeño de
Ayacucho.
Los campesinos, que en un comienzo vieron con simpatía a los
guerrilleros, se habían cansado de sus abusos.
El final de aquel senderista,
llamado Olegario Curitomay, fue terrible. Apedreado, acuchillado, quemado y
rematado a balazos... tan trágico y violento como la respuesta de la
guerrilla.
El 3 de abril de ese año 60 guerrilleros de Sendero Luminoso deciden imponer una "sanción ejemplar" a los campesinos, llevando a cabo una de las peores y mas crueles masacres de las que se tiene memoria en los Andes.
Setenta campesinos, entre hombres, mujeres- algunas embarazadas-, ancianos y
niños. Todos asesinados de la forma mas cruel que se les ocurrió.
Entre las víctimas hubo 18 niños- uno tenia apenas seis meses de nacido- y ancianos
de 70 años. Nadie se salvo de la masacre. La mayoría pereció a
machete, hacha, agua hirviendo y balas. Los senderistas reafirmaban su crueldad.
Pasaron varios años, la
política y el país tomaron otro rumbo y los campesinos ayacuchanos volvieron a
sus faenas, dejando el miedo a incursiones terroristas o militares. Los tiempos
cambiaron y ya no desfilan por sus calles pedregosas y polvorientas aquellos
hombres carentes de alma, pero siempre con una AKM o un FAL al hombro.
No hubo mas espectáculos
horrorosos en su plaza ni pintas amenazantes en sus paredes. El sonido de la
metralla terminó y su pueblo no volvió a llorar. Pero algunos no han podido descansar en paz. Sucesos violentos del pasado los
atormentan y mantienen en el pueblo. Deberían descansar pero reviven la tragedia
una y otra vez. Llantos de niños y quejidos de mujeres. Balas, ráfagas de
metralla y mujeres arrodilladas en la oscuridad, suplicando tal vez por su vida a
sicarios que ya no están.
No es raro, la plaza quedo manchada de sangre y eso no se olvida. Los
muertos no descansan porque muchos de sus asesinos no reciben castigo. El
pueblo luce apacible, pero sus noches esconden el horror de otra época.
Visitantes que ven niños llorando desconsoladamente y una campesina a la salida
del pueblo, cerca al cerro por donde descendieron sus asesinos. Llora con
amargura y acaricia su vientre abultado: la mujer perdió la vida y la de su
hijo.
Por momentos se escucha el lamento de mujeres y hasta el llanto de dolor de
algunos hombres. Fue tanto sufrimiento que trascendió al tiempo y espacio. Las
victimas no dejan de sufrir. Dos niñas se acercan al caminante noctambulo y
desprevenido y le piden auxilio antes de desaparecer. Los fantasmas de la masacre
siguen ahí...
Casi 30 años, algunos encontraron el descanso, otros no cesan en sus
lamentos. Tal vez el horror que vivieron los amarra, o simplemente se quedaron
para recordar a las futuras generaciones que esas épocas de terror no deben
regresar...
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